El 25º aniversario del sobreseimiento de los acusados de la EYBA merece celebrarse, no falsificarse.
por Massimo Introvigne
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En 2025, Argentina conmemora silenciosamente el 25º aniversario de una decisión judicial que merece un recuerdo mucho más sonoro. El 11 de mayo de 2000, el juez Roberto Corvalán de la Colina dictó un fallo que no solo sobreseyó a la Escuela de Yoga de Buenos Aires (EYBA) de graves cargos penales, sino que también se erigió como un raro momento de claridad en medio de una niebla de pánico moral. Hoy, mientras un nuevo caso busca reexaminar los mismos hechos y reavivar acusaciones hace tiempo desestimadas, resulta esencial revisar qué fue lo que realmente se decidió —y por qué esa decisión sigue siendo relevante.
Fundada en los años ochenta por Juan Percowicz, la EYBA nunca fue una escuela de yoga convencional. Era un laboratorio filosófico que combinaba espiritualidad oriental, esoterismo occidental e investigación intelectual rigurosa. Los estudiantes abordaban materias como metafísica, ética y las ideas de Fiódor Dostoievski. Pasaban tiempo en la cafetería de la Escuela, asistían a conferencias y participaban en emprendimientos artísticos y comerciales.

Percowicz era un intelectual respetado en Argentina; por ejemplo, dictó una conferencia en el Hotel Sheraton Buenos Aires en 1992 en un evento declarado de “interés nacional” y auspiciado por el Ministerio de Cultura y Educación.

El eclecticismo de la EYBA la convirtió tanto en imán para buscadores como en blanco de sospechas. Los activistas antisectas, envalentonados por campañas en Francia y España, comenzaron a exportar su ideología a la Argentina. Las teorías del “lavado de cerebro”, ya desacreditadas en los tribunales estadounidenses hacia 1990, encontraron nueva vida en América Latina. Con sus enseñanzas poco convencionales y su comunidad cohesionada, la EYBA se volvió un chivo expiatorio conveniente.
La saga judicial comenzó en 1993, impulsada por el descontento de padres ante la participación de sus hijos adultos en la Escuela. Estos produjeron una cascada de acusaciones sensacionalistas: relatos de prostitución forzada, rituales de iniciación sexual y manipulación psicológica. Entre los denunciantes estaba el padre de Pablo Salum, quien más tarde se convertiría en el activista antisectas más visible de Argentina.
El propio testimonio de Salum resultó contradictorio. En un inicio, negó las afirmaciones de su padre, diciendo que simplemente había perdido interés en la Escuela. Luego, tras nuevas disputas familiares —incluido un episodio en el que supuestamente amenazó a su hermano con un cuchillo—, cambió de rumbo y denunció orgías, abusos sexuales y coerción. El juez Corvalán de la Colina debió navegar este laberinto de declaraciones contradictorias, sensacionalismo mediático y presiones ideológicas.
Su fallo, emitido en mayo de 2000, fue una clase magistral de sobriedad judicial. A diferencia de la mayoría de los académicos de la religión, Corvalán creía en la existencia del “lavado de cerebro”, citando el controvertido libro “El lavado de cerebro” del psicólogo español Álvaro Rodríguez Carballeira. Sin embargo, concluyó que la EYBA no lo había practicado. No halló pruebas de servidumbre psicológica, persuasión coercitiva o manipulación. Las supuestas víctimas negaron haber sufrido abusos, y las pericias psicológicas confirmaron su plena competencia mental.

El cargo más grave —abuso sexual de adultos y menores— se derrumbó bajo el escrutinio. Las supuestas víctimas no solo negaron haber sido abusadas, sino que permanecieron en la Escuela, incluso después de años de vilipendio mediático y hostigamiento judicial. Corvalán escribió que su decisión de quedarse reflejaba un “proyecto de vida que probablemente sus padres no aprobaban”, pero que estaba protegido por la Constitución argentina.
El juez dedicó páginas enteras a la cuestión de si la EYBA era una “secta”. Finalmente señaló que dirigir una “secta” no constituye delito en la legislación argentina. Su adhesión a teorías de “sectas” que practican lavado de cerebro —hoy ampliamente consideradas pseudocientíficas— hace aún más notable su conclusión: pese a esas inclinaciones teóricas, no halló pruebas de que la EYBA hubiera incurrido en prácticas coercitivas o ilegales.
El término “secta” suele usarse más como condena que como descriptor. Estigmatiza a los movimientos espirituales minoritarios, confundiendo creencias no convencionales con intención criminal. En el caso de la EYBA, la etiqueta oscureció más de lo que reveló. En última instancia, más allá de la terminología, la decisión del 2000 reconoció que lo que ofrecía la EYBA no era manipulación sino sentido; no coerción sino comunidad.
Algunos críticos han sugerido que la decisión de Corvalán estuvo influida por presiones externas, nacionales e internacionales. Esta afirmación no solo carece de fundamento: el propio juez la desmiente. Un magistrado que decide en función de presiones ciertamente no las mencionaría en su fallo. Por el contrario, Corvalán escribió: “En mi más que extensa carrera judicial, jamás advertí tamaña presión”. Reconoció que decenas de personalidades lo habían contactado para defender a la EYBA, entre ellos el psicólogo estadounidense H. Newton Malony, figura clave en la refutación de las teorías del “lavado de cerebro” en los tribunales de EE. UU.

Sin embargo, Corvalán no cedió a esas voces. Al contrario, afirmó que había estado “profundamente preocupado” por esas intervenciones, pero no permitió que su irritación empañara su juicio. Su fallo se basó en la evidencia, no en la influencia. De hecho, su molestia con la presión hizo aún más significativo el sobreseimiento.
Tras la decisión del 2000, la EYBA eligió la discreción por sobre el triunfalismo. En 1999 dejó de admitir nuevos miembros. Continuó con sus actividades de enseñanza, publicación y consultoría, pero mantuvo un perfil bajo. La historia de su reivindicación legal quedó confinada principalmente a dos subculturas: los propios miembros de la EYBA y los activistas antisectas. Este silencio resultaría costoso cuando, en 2022, un nuevo ataque reavivó viejas acusaciones.
La falta de conocimiento público sobre el fallo del 2000 ha permitido que periodistas y fiscales traten la causa actual como una investigación inédita, en lugar de un reciclaje de denuncias ya desestimadas. También ha permitido la reutilización de testimonios antes desmentidos o contradichos, como veremos en los próximos artículos de esta serie.
Por ahora, recordemos lo que se decidió en 2000. Honremos la integridad de un juez que se negó a dejarse arrastrar por la ideología o la emoción. Y resistamos la tentación de reescribir la historia en pos de un titular. La justicia, una vez alcanzada, merece ser recordada.

Massimo Introvigne (born June 14, 1955 in Rome) is an Italian sociologist of religions. He is the founder and managing director of the Center for Studies on New Religions (CESNUR), an international network of scholars who study new religious movements. Introvigne is the author of some 70 books and more than 100 articles in the field of sociology of religion. He was the main author of the Enciclopedia delle religioni in Italia (Encyclopedia of Religions in Italy). He is a member of the editorial board for the Interdisciplinary Journal of Research on Religion and of the executive board of University of California Press’ Nova Religio. From January 5 to December 31, 2011, he has served as the “Representative on combating racism, xenophobia and discrimination, with a special focus on discrimination against Christians and members of other religions” of the Organization for Security and Co-operation in Europe (OSCE). From 2012 to 2015 he served as chairperson of the Observatory of Religious Liberty, instituted by the Italian Ministry of Foreign Affairs in order to monitor problems of religious liberty on a worldwide scale.



